''Cuando nadie me ve puedo ser o no ser''. Se trata del estribillo de una de las canciones que más me gusta de Alejandro Sanz. El talentoso cantante la compuso mucho antes de que un grupo de científicos de la universidad de Berkeley anunciara que han hallado la manera de hacer invisibles los objetos tridimensionales. Como era de esperar, la imagen que emplea el intérprete español tiene una dimensión poética que se le escapa a estos investigadores financiados por el Pentágono cuyo objetivo es conseguir camuflar aviones o carros de combate. O sea, como cuando David Copperfield logra la ilusión óptica de hacer desaparecer la Muralla China, pero en versión bélica y destroyer.
El mundo de la ciencia está encantado porque todo apunta a que gracias a algo misterioso llamado nanoingeniería estamos cada vez más cerca de hacer realidad una de las grandes quimeras de la literatura fantástica y de los cómics de ciencia ficción: si no hacernos invisibles, al menos crear el efecto de que los otros no nos puedan ver. De hecho, en Alice, uno de los más divertidos filmes de Woody Allen, la protagonista se hace temporalmente incorpórea con la receta de un médico chino y descubre, entre otras cosas, que sus amigas hablan mal de ella a sus espaldas y que su esposo le es infiel. Lo que comenzó como una travesura acaba por amargarla. Son los detalles que se les escapan a los expertos de Berkeley, más pendientes de los metamateriales que de las metáforas del corazón.
En realidad lo de hacerse invisible no es nada nuevo. Hay muchas instancias en las que nos convertimos en impalpables. Se me ocurre, por ejemplo, que a partir de la cincuentena solemos ser invisibles a la hora de solicitar un nuevo empleo y ni el más potente tinte de Clairol consigue engañar al avezado encargado de recursos humanos. Es más, es posible que para muchos hombres y mujeres ''cincuenta'' sea el número mágico equivalente al tránsito a la invisibilidad, cuando uno se hace transparente en el impúdico mar de la juventud, su insoportable levedad frente a la gravidez de los años. Son los umbrales que atravesamos hasta convertirnos en inmateriales.
Hay gente que el tiempo los emborrona y los almacena en el túnel de la oscuridad. Cuando Ingrid Betancourt se bajó del avión recién liberada, con su mirada indiferente atravesó a Juan Carlos Lecompte, su esposo, como quien percibe la presencia de un fantasma. Pero no hace falta la separación forzosa ni la espesura de la selva para que el amor se pulverice hasta hacerse intangible. Bastan los silencios y el hastío de la presencia diaria. El desamor es el metasentimiento que aniquila al otro y lo manda al limbo del olvido. El trastero de todos los desafectos.
En esta era de Google y YouTube, en el promiscuo y transitado universo internáutico no aparecer ni ser mencionado es otro modo de ser invisible ante los ojos de quienes navegan en el gran escaparate de la aldea global. Es como no tener huellas digitales en la Gattaca de los chats. Libertos en fuga. Disidentes que escapan al radar del Blade Runner informático.
Para conseguir la invisibilidad los científicos de Berkeley partieron de una hermosa idea: rodear al objeto tridimensional como un río sobre una roca y como éste no absorbe ni refleja luz, acaba por volverse invisible. Deduzco que de este maleficio se salvarán los sujetos unidimensionales. Que son muchos y son tipos con suerte.
lunes, 18 de agosto de 2008
hay veces que no existo por que no quiero
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